Séjourne, Laurette. El pensamiento náhuatl cifrado por los calendarios. México, Siglo XXI, 2004, pp.11-74.

 

Partamos por tratar de comprender la matematización del espacio para Laurette Séjourne, la cual “consiste en extender  los 20 jeroglíficos sobre cuatro páginas dobles, en 20 grupos de 13, de manera que se superpongan 5 bandas de 52 casillas cada una.” (p. 60). Y en cuatro unidades de 65 días divididas a su vez en 13 columnas de 5 signos. Tal división “proporciona los 5 jeroglíficos que nombran a cada uno de los cuadrantes del universo.” (p. 60). ¿Cinco, nos son cuatro, los cuadrantes?

En 13 años (de 365 días) hay 4 mil 745 días que divididos entre 260 nos da 18.25 días (no exactamente 18 como dice). La misma cantidad, es decir, 4 mil 745 días entre 13 es igual a 365. Así que al parecer tal número encierra parte del misterio de la armonía de dichos calendarios. Afirma, “Esos resultados prueban que el ciclo de 52 años tiene como finalidad, entre otras acrobacias numéricas, la de establecer la asociación de unidades abstractas al ritmo del desplazamiento de la luz [ello requeriría una mayor explicación]: dentro de este lapso la serie de 13 adquiere el mismo valor que las 24 horas del día, y la de 260 el de una de las 18 divisiones del año.” (p. 63).

En 52 años (de 365 días) hay un total de 18 mil 980 días, ello es bastante claro, comprobación que tarda en aparecer. No obstante Laurette Séjourne afirma que “De esta manera los 18 980 días que señalan la duración social del individuo presentan idénticos componentes que el año solar, con lo cual parecen ser una réplica magnificada de la suma de los movimientos que constituyen la órbita de un cuerpo celeste.” (p. 64). Sin comentarios.

En lo que si se le puede seguir a Séjourne es en que, 4 mil 745 (días) x 4 = 18 mil 980 (días), lo cual  = 52 años. La multiplicación x 4 obedece no sólo a los cuatro cuadrantes del cosmos, sino también al mito de los cuatro soles y a los cuatro Tlaloques distribuidos en dichos puntos cardinales. Ni que decir de los cuatro árboles en las esquinas del cosmos y por su puesto el quinto elemento o árbol central, y con ello todas las equivalentes posibles dentro de la cosmogonía del mundo mesoamericano. De ahí que se refiera al cinco como “el paso de los diversos instantes del Universo de uno a otro y abre así cualquier final.” (p. 66). Calendáricamente estaríamos hablando de los cinco días llamados nemontemi, los cuales por cierto lejos están de ser meramente adversos o nefastos.

En todo discurso de los calendarios, es importante mencionar la función y relevancia de los veinte signos jeroglíficos de la cuenta tanto de 260 como de 365 días. Los veinte signos jeroglíficos que dan nombre a los veinte días del mes, se suceden sin interrupción. Y dice Séjourne “sin relación con ningún fenómeno natural” (p. 13), ¿ello será así? En fin, que los 20 días se acumulan en un total de 260 formando “un calendario autónomo, un calendario sin correspondencia con el mundo físico [ello es un imposible, aunque se pueda deducir su aseveración] pero regido por normas tan rigurosas como las de los cuerpos celestes [¿entonces dichos cuerpos no pertenecen al mundo físico?], hasta el punto que su movimiento circular llega a integrarse a los componentes cósmicos hasta moverse sobre la misma órbita.” (p. 13). Ello igualmente ¿no es una contradicción con lo que ha afirmado anteriormente? Nos preguntamos si es un error de traducción o es la lógica del autor (o ambas situaciones), pues a lo largo del texto tales pensamientos se repiten una y otra vez. Un poco más adelante asegura, “gracias a la solidez que las bases numéricas confieren a las combinaciones de los símbolos con los fenómenos naturales”. (p. 14, subrayado nuestro). Por ello afirmamos que hay constantes contradicciones en su discurso además de figuras retóricas, poéticas y metafóricas poco claras o sin referentes acabados al discurso expuesto. Vuelve a asegurar, “la interacción de los diferentes sentidos de los 20 jeroglíficos conduce a la formación de una referencia simbólica al mundo, a la cual la lógica de las combinaciones y el orden de las agrupaciones confieren la armoniosa coherencia de lo viviente.” (p. 36). No podríamos estar menos de acuerdo con tal aseveración, sin embargo nuevamente se contradice con sus primeras afirmaciones ya expuestas.

Al parecer el tema es que tanto un calendario como el otro se entrecruzarán cada 52 años cada uno con un ritmo aparentemente independientemente, formando una armonía matemática increíble. Dichos calendarios determinan ciclos naturales podríamos afirmar que cíclicos y no lineales, ello nos debe al menos de arrojar una pregunta, ¿el tiempo es rectilíneo o curvo? O dicho bajo otros términos, ¿el tiempo tiene una cualidad reiterativa y en espiral, o progresiva y lineal?

Dentro de los calendarios mesoamericanos, los 20 días tienen una secuencia o bien estática o bien abierta al tiempo (p. 39) puesto que, y pese al cambio de posición, los números inmersos en esos 20 símbolos, guardan el mismo significado. Los 20 jeroglíficos entran en composición del ciclo de 52 años, los cuales cuatro veces (por los puntos cardinales) trece (meses) hacen 52 (años). La suma de 260 se identifica con el tiempo pero también con el espacio, es un “sistema” que sigue y empata (más que “sobrepasa” como apunta L. Séjourne) el movimiento de la naturaleza (p. 49) donde, agregaríamos, va más allá del movimiento de la naturaleza (estaciones) entendida en su forma de operación.

“La función de los 20 jeroglíficos originarios se manifiesta así como un proceso de humanización del mundo físico: tal y como una célula fundamental unida a otro elemento, la unidad de 260 se convierte en matriz de períodos materiales, pues una vez que los 20 días han sido incorporados al 13 producen una fase de aproximadamente 9 meses que, incorporados a los 365 —elemento natural esta vez—, crean el ciclo de 52 años, duración de la existencia social del individuo.” (p. 61). Los 20 jeroglíficos son lo que reúne a los dos calendarios, es el lazo de unión.

Realizaremos un breve ejercicio y mencionaremos únicamente un signo del calendario. Tomemos a Cipactli, (cocodrilo): Abre la cuenta de los días. Este primer signo está formado por una cabeza de reptil carente de mandíbula inferior, con tres cuchillos de pedernal (blanco-rojo) a manera de dientes, un raudal rojo por encima del ojo. La piel está formada por el signo de la piedra preciosa. Tal día tiene como patrón a “Nuestro señor de los alimentos” (Tonacaecutli). Recordemos el mito que ya vimos –con López Austin– del nacimiento del cielo y de la tierra a partir del sacrificio de Cipactli partido en dos mitades, tarea llevada a cabo por Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Así de cómo se forman los cuadrantes y del nacimiento de los dioses. Ahora bien, es interesante, y recordando a este preclaro autor, como el alimento tiene una doble energía. Por un lado otorga vida, pero por el otro nos genera una especie de desgaste provocado por su misma esencia de permanencia en este mundo. ¿De ahí que este día se vea regido por Tonacaecutli, y a su vez sea representado por un animal sin mandíbula inferior? Al sólo mostrar la mandíbula superior –sin que se contraponga con lo anteriormente dicho– se ha pensado que se debe a una representación de lo celeste siendo la otra mandíbula inferior la que indica el ámbito del inframundo; ya que recordemos en algunos relatos a Cipactli se le divide longitudinalmente pero en otros mitos será verticalmente.

Agua, (atl): Es el jeroglífico del noveno día, está constituido por el corte de un recipiente lleno de plumas o de una bebida fermentada que evoca la estilización de una cabeza de quetzal representada en corte. El día se rige por el dios del fuego, Xiuhtecuhtli (rojo y negro, con un pájaro azul como tocado). Arriba un alacrán y una construcción en llamas con un hombre boca arriba. De la construcción surge un río espumoso con llamas. Resalta este binomio del agua quemante o del fuego líquido, que bien nos puede recordar un arquetípico opuesto-complementario. Tales gotas o llamas, que contienen dicha doble esencia generalmente hablan, al menos en otras civilizaciones, de un continuo proceso de metanoía y de regeneración.

 

HMA.

 

 


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